Las Ahuaches

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La Rioja encierra espacios naturales de muy difícil comparación con cualquier otro dominio peninsular. Apostados aquí, solitarios, ocultos entre los siete valles que surcan su geografía se hallan lugares donde, a pesar de la contaminación urbana llegada de fuera, aún es posible encontrar formas de tratamiento, costumbres y usos expresivo insospechados, recibidos por sus gentes de sus mayores y preservados apenas sin modificación desde la Edad Media a nuestros días. Una de esas zonas privilegiadas es la vertiente oriental de la Sierra de la Demanda, o Alto Najerilla, área de tradicional dedicación ganadera que se resiste a ver desaparecer su cultura ancestral pese al innegable proceso de despoblamiento que se vive en ella y al avance de la civilización que todo lo devora.

Sus pobladores, la mayoría personas de avanzada edad, son gentes hospitalaria dispuestas siempre a la conversación con el viajero, y dignas de admiración por su especial manera de afrontar pacientemente la vida. Convivir un tiempo con ellos supone rememorar necesariamente épocas pasadas donde la nobleza tenía sentido, sentir de cerca el significado auténtico de la palabra afecto y dejar para siempre asentada una amistad que el tiempo no desmorona. Por ello, acaso sea entre estas gentes donde se guarde el auténtico sentido de ser riojano. Pero si hoy me detengo a hablar del pueblo serrano es para evocar un acontecimiento extraordinario vivido allí y que, como ha ocurrido año tras año desde tiempo inmemorial, aún es posible ver repetido excepcionalmente en lo alto del Puerto de las Viniegras y en los primeros días de junio: asistir a la llegada de los rebaños trashumantes riojanos desde los extremos meridionales a las majadas del estío.

Para los espectadores, este suceso supone contemplar como un ejército de esquilas lo inunda todo desde la lejanía con su paso cansino acercándose a la divisoria del puerto camino del borreguil; para los merineros, es el reencuentro tan deseado del pastor y de los zagales con su familia después de largos meses de ausencia. La experiencia resulta verdaderamente emocionante, atentos todos a ver aparecer la primera mancha informe que delate en el confín la llegada del rebaño. Pero lo extraordinario del hecho no finaliza ahí, sino que comienza: conducido el ganado a su terreno de pasto y adecentado el rustico chozo donde el zagal pasará la mayor parte de la temporada vigilando a las reses, el merinero regresa finalmente a casa para reunirse en privado con los suyos. Y entonces tiene lugar un hecho íntimo, pleno de gozo, especie de homenaje familiar de oscuro significado atávico: la entrega de las ahuches o “conjunto de regalos (golosinas, cintas de colores, pañuelos, alfileres, etc.)” que el pastor trashumante trae a su esposa, hijos o novia, tras su viaje a los extremos como señal del reencuentro. Pocas experiencias podrán darse en la vida serrana tan colmadas de felicidad sincera como ésta que rememoramos.

Pero hoy quiero detenerme en la significación de la palabra misma, la voz ahuches , término moribundo que sólo se conoce aquí, entre las personas de mayor edad del área de las Viniegras y de algunos puntos de los Cameros, lo mismo que en la localidad burgalesa de Barbadillo de Herreros y en determinados núcleos de la montaña de León.

La palabra ahuches tiene su origen en acuches o aguches “agujas”, voz antigua quizá de origen mozárabe, surgida del latino acuculas y conservada en el seno de las primitivas comunidades locales que en número considerable poblaron la serranía desde los tiempos más remotos de la Alta Edad Media. Como el lector atento observará, el género gramatical de este sustantivo es el femenino y el número, el plural. Y aquí reside una nueva singularidad de este vocablo, acaso la más relevante desde el punto de vista dialectal: la de tratarse de un femenino plural en –es. Porque, además de esta forma, son muy escasos los testimonios que hoy nos quedan en La Rioja de antiguos plurales femeninos en –es, testigos solitarios todos ellos de lo que fue sin duda un fenómeno más extendido en el viejo romance local, en coincidencia así con el resto de los dialectos romances peninsulares desde época arcaica, pero merece la pena citarlos: amugues “especie de salma que antiguamente se colocaba sobre la albarda de las caballerías para transportar objetos o cargas de gran volumen”- voz recogida entre los aldeanos más rústicos de Arnedo y Quel- ; briznes “conjunto de hebras o hilillos de de la vaina de las legumbres” –voz escuchada en Brieva de Cameros-; poses “heces del vino”-tan común por todo el espacio riojano-; y quizá también argendres “aparejo empleado para el transporte de comportas de uva a lomos de caballería – apuntado en el valle del Cidacos-; epingles “ahuches”– recogido igualmente en Los Cameros-; y freges “especie de tortilla hecha con migas de pan y sangre de la matanza” – vivo en Navalsaz-.

Se trata por tanto de un vestigio idiomático ancestral que, pleno de significación simbólica, nos habla de antiguos ritos concernientes a la vida privada de nuestros antepasados, hoy milagrosamente preservados y que deberíamos no olvidar.

José MªPastor es doctor en Filología Hispánica y Catedrático de Bachillerato

Agradecemos al autor y a la revista Piedra de Rayo, revista riojana de cultura popular, la cesión desinteresada de este texto, publicado en su número 35 de agosto de 2010.

Texto: José María Pastor Blanco

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